París, 1729. Un joven descamisado, con la cara desencajada de dolor y la mejilla derecha hinchada, cruza el Sena hacia la Isla de la Cité atravesando el Pont Neuf. No va camino de la guillotina, para estrenarla todavía faltan sesenta y tres años, pero ni siquiera el terrorífico corte fulminante de la cuchilla triangular le habría causado un suplicio tan prolongado y doloroso. Al llegar a la explanada en medio del puente se detiene junto a la estatua de Enrique IV a caballo. De repente, abalanzándose por encima de un pelotón de cabezas con peluca, le llega el grito de una voz viril animándole a que se acerque. Esa voz, que en las mañanas diáfanas y silenciosas puede escucharse en ambos extremos del puente, pertenece al Gran Tomás, un gigantón, con cara de luna llena y manos como tenazas, dedicado al arte de sacar muelas, las cuales exhibe como trofeos del dolor arrancados de las bocas desconsoladas de hombres y mujeres.

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