Últimamente nos sumimos en una aporía secundaria. Caímos en la tentación de categorizar hasta la partícula elemental al demos, al pueblo, a la ciudadanía, a los individuos. Esta misma pluma recuperó el significante horda, para redefinir lo indefinible, en relación a las tensiones democráticas. Todos y nadie a la vez, somos y no somos, esa masa que se manifiesta en las calles, en las redes virtuales o en la apatía silente. Desde el poder, quiénes lo detentan, lo administran y por ende lo padecen, nos dejan hacer y pensar sobre lo accesorio. Debemos caer en cuenta que el marco teórico, el abordaje desde el cuál venimos profundizando los análisis y proponiendo incluso proyectos o propuestas, nos llevará una y otra vez al mismo lugar laberíntico del que no hay salida alguna. El pueblo, o como lo queramos llamar, siempre estará ahí, como el tiempo heideggeriano, el poder transcurrirá sobre él y allí es donde debemos detenernos y depositar la mirada, la larga y la corta. Pensar en el detalle, como aleccionaba Walter Benjamin, para agudizar sentidos como la escucha, o como el olfato si recordamos a Kusch, para salir de la hegemonía de la mirada que nos hace obcecar una y otra vez en la generalidad, en esa que nos precisa dependientes del imperio de lo numérico y de sus rígidas exigencias.
La democracia entendida desde la posición del pueblo, desde tal directriz, sostiene su legitimidad teórica en al menos dos argumentos ontológicos tal como lo describiera Kant en relación a la defensa de la existencia de dios presentada por San Anselmo. Performativamente, en peticiones de principios, nos educan (en el sentido liminar y disciplinar) para que asociemos, sin posibilidad de duda y por ende de pensamiento o de cuestión, a la democracia como la representación “natural”, “proverbial” o unívoca de un “pueblo” que debe ser representado. La otra petición de principios, subsiguiente a esta tautología es que el mecanismo, el procedimiento, que debe aplicarse sin discusión ni tensión es lo electoral.
“Estoy cada vez más convencido de que una parte muy importante de los problemas políticos actuales tienen que ver con los límites propios de la democracia representativa, aunque en un sentido más amplio del sentido habitual de esta, y por eso quería retomar unas reflexiones de hace un tiempo. Considero que las personas normales tendemos a ser mucho más complejas, dialogantes, interesantes y flexibles, o también por suerte más ambiguas y ambivalentes, que los representantes políticos (cuando menos tal y como se muestran).
En cambio, los representantes políticos viven de y para representar unas posiciones políticas, de explotarlas mediáticamente y de hacer todo lo posible para sacar el máximo rédito de cada coyuntura. Por ello, al menos analizados desde su comportamiento público, su propósito no es tanto resolver problemas como generarlos y/o capitalizarlos. De ahí que no paren de deformar y simplificar la realidad, de fijarse en cualquier tuit, anécdota o detalle, sin importar lo minúsculo que sea, con el fin de instrumentalizarlo, de convertirlo en un problema de primer orden y de mostrar así, cómo no, la idoneidad de su posicionamiento. Como de costumbre, la realidad es presentada continuamente como un capital político que confirma sus planteamientos y que no para de darles la razón.
La manipulación de la información y de las emociones no son una casualidad, sino el resultado natural de la misma lógica de la representación y las dinámicas de competencia que se generan entre los partidos. Desde su prisma, a fin de cuentas, las personas tendemos a ser vistas como piezas de una especie de mercado en donde conseguir votos. Por eso, los políticos, en tanto que se comportan como políticos (otra cosa es, quizá, a nivel privado), tienden a ser mucho más simples que las personas normales, más previsibles y más planos, más unidimensionales. Ellos no se pueden permitir el lujo de dudar en público, tampoco mostrarse inseguros ni matizar mucho: todo eso serían síntomas de debilidad o de inconsistencia. Su posición debe ser clara e inexpugnable, una que se puede presentar siempre como la vencedora, incluso en apariencia firme (aunque luego pueda ser volátil, lo que no se reconocerá). En definitiva, y esto no es un dato menor, la representación política se acompaña de una representación de la realidad y, por desgracia, de una que suele ser bastante mala e irreal: una demasiado nítida, racionalizada y coherente, una desprovista de las aristas, las ambigüedades y las contradicciones que cotidianamente se asoman en una sociedad plural” (Edgar Straehle, filósofo español post de su red social de Facebook, septiembre de 2021).
El poder desde las estructuras determina la realidad, no como lo señalaban los estructuralistas sino en su propia dinámica e interacción. Esto se comprueba cuando la intensidad se valida, una vez legitimada en el paso jurídico-legal de la instancia electoral.
La confirmación se da palmariamente, cuando somos obligados o invitados a votar. No podemos votar por elegir u optar por un sistema de organización del poder, sino simplemente desde dentro mismo de las limitaciones y determinaciones que el poder establece, sin posibilidad de discusión. Ni siquiera podemos urdir una emancipación o resistencia. Hace tiempo que la intelectualidad o la inteligencia, duerme en los laureles de las carreras académicas que promueven la acumulación de títulos de grado y de posgrado, de publicaciones indexadas en revistas que priorizan el cumplimiento de normas de estilo, antes que la posibilidad misma de pensar o de pensarse. La gravitación de estas corporaciones de intelectuales orgánicos no hace más que prestar un servicio invaluable al sistema dado que lo engrandece y fortalece a medida que se lo critica desde la óptica imposible de analizar el fenómeno desde las categorías del pueblo, olvidando que lo central, que lo neural es que pensemos en y desde el poder. En la posibilidad y en el sagrado derecho que tenemos de proponernos otra cosa, otra forma de organizarlo y por ende de organizarnos.
En tal afán, apenas sí denominamos de forma diferente al amo desde nuestra posición de esclavos. Tal dialéctica absoluta es el límite en donde mueren nuestras posibilidades como sujetos. Podemos ser populistas o liberales. Quizá se nos permita quedarnos tímidamente en el medio, pero no mucho más.
Necesitamos cuestionarnos, preguntarnos, indagarnos, si es que seguimos necesitando parlamentos y en el caso que concluyamos que sí, de ver sí la conformación de los mismos debe ser tal como lo venimos realizando y sosteniendo. El judicial incluso, no puede ser observado solamente en su composición no democrático o no electiva. Debemos alzar la voz en los privilegios de casta que conlleva que sólo puedan administrarlo en sus jerarquías los profesionales en el derecho, cómo sí esta actividad sea la única que puede determinar acerca de lo justo en sí en cada caso y ocasión.
Debe ponerse en tela de discusión sí la democracia debe seguir cumplimentando como condición necesaria y suficiente lo electoral. Tenemos la obligación moral de preguntarnos si nos basta con solamente votar, y hacer prioritaria la opción, intermediada por los dispositivos de los partidos políticos y la lógica de representación, antes que los valores que supondría una democracia teórica, como la libertad de expresión (en su sentido amplio que garantice una libertad de publicación, por ejemplo estas mismas letras que no serán publicadas en la mayoría de los sitios de información pública en donde serán enviadas) o la igualdad de oportunidades que se construye desde los sesgos de posibilidad no desde los resultados que se escogen visibilizar.
Pierre Clastres “descubrió” que los guaraníes definían su organización política y social mediante el consenso. Una práctica que la implementan los cardenales del Vaticano para elegir al sumo pontífice. No existe allí ni mayorías ni minorías, ni segunda vuelta ni sistema proporcional. Acuerdo en la palabra, hasta que las velas ardan y brinden el humo blanco.
Los griegos pensaron desde el poder, desde allí conformaron la polis, administraron la indeterminación evitando la incertidumbre. Propiciaban el ocio educativo para formar ciudadanía, las escuelas que nos legaron, fueron invertidas por la negación del ocio, es decir el negocio en que transformamos los asuntos del pueblo y por ende más luego, públicos y políticos.
Consagramos lo electoral como la instancia final, perfecta y perfectible (sólo dentro de estos límites, limitantes claro está) de este gran negocio en que convertimos al pueblo, por tanto a la política y que llamamos democracia.
Es impensable que recordemos a la demarquía griega o estococracia de Isócrates que planteaba la posibilidad que mediante sorteo, todos los miembros de una misma comunidad tenga exacta chance de ejercer un rol de representación o de gobierno. Estableciendo de esta manera una noción de lo común y de lo colectivo por sobre las especulaciones facciosas en las que las sociedades tienden a dividirse cuando los sectores se encuentran instados o impelidos a vencer, o “convencer” (mediante imposiciones numéricas o electorales) unas sobre otras, disgregándose o desustancializandose por esta misma razón que no es más que una sinrazón.
La democracia necesita ser pensada en forma urgente e inmediata. A riesgo de que no lo hagamos, las supuestas diferencias públicas, de nuestros gobernantes y representantes, limitados por el sistema de representación caduco o caducado, no será más que la exaltación de un negocio, mero y huero, una compulsa numérica que evidenciará la compra de voluntades, el sometimiento de la mayoría de los sujetos integrantes de las comunidades (condicionados y manipulados por dispositivos, por la realidad y la virtualidad) y la falta cada vez más flagrante, en tonalidad pornográfica de proyectos, de propuestas, de ideas, de conceptos, de palabras.
Lo único que explica este nuevo intento, de tantos y hasta donde uno mismo desconoce cuántos más, tiene que ver con el derecho y la posibilidad de que vivamos bajo un sentido que nos permita reconocernos como subjetividades humanas y no meras y hueras réplicas de un algoritmo artificial, equidistante y enajenado.