Así estemos dentro de una aldea pobre y marginal que determina a sus actores sociales por la discrecionalidad con las que se vinculan con sus hombres y mujeres encaramados en el poder, o no nos ubiquemos en aquellos sitios en donde al menos aún no se termina de renunciar del todo a la posibilidad de debate, como encuentro en la palabra, la repetición en la alteridad (que es la iterabilidad) se da puntual y específicamente en lo concerniente a lo electoral. 

Todas las elecciones que proponen las democracias actuales no dejan de ser iguales. No brindan a sus gobernados ni representados la posibilidad de elegir, sino apenas la de optar. Menos aún proponen en tal codificación como enclave que sigamos aceptando las reglas de juego sin hesitar o que tengamos el derecho a cambiarlas de cabo a rabo o parcialmente. Son distintas en cuanto al tiempo y lugar en donde se llevan a cabo. Se definen a lo sumo, nombres y hombres, como mujeres en tercio, cupo o paridad. Lo que diferencia una elección de otra, son valores estéticos y dialécticos, que no perforan sin embargo la lógica imperante y hegemónica del amo y del esclavo. 

Por lo general los oficialismos juegan su continuidad, convirtiendo la elección, sea incluso para ello o no, en una ratificación o rectificación a lo que hacen o dejan de hacer. Sin el medio, se eligen representantes antes que gobernantes o se trate de una consulta popular, la tensión a resolverse para una nueva legitimidad, exigirá al votante que le diga que está de acuerdo o en desacuerdo con ese gobierno que pondrá en juego su actuación en la convocatoria electoral. 

“La verdad tiene una estructura, por así decirlo, de ficción.” (Lacan, J. «Para qué sirve el mito». En Seminario 4 La relación de objeto. Buenos Aires: Paidós.1994. p. 253). La democracia no es más que el envase, imprescindible y necesario para que la política como pulsión o función de lo colectivo, no dirima sus tensiones en un grado de violencia aún más descarnado e iracundo. 

Sin embargo lo verdadero, continúa en ese otro lugar que será inaccesible para el ciudadano, mejor dicho para el votante. La oposición alternará convenientemente su actuación, como sparring y reemplazo. El circuito válido y validante, generará en el medio, movimientos que no serán percibidos por el común de los ciudadanos, a lo sumo, actuarán sobre el efecto. El poder librará el síntoma de su cambio, y allí el electorado, virará de correa más no de amo como significante único o totalitario. 

Tal conceptualización del férreo absolutismo que nos determina, nos resulta ininteligible como insoportable. Allí se da intención de modificar algo, y en tal circunstancia es clave su escenificación o teatralización. No podríamos tolerar vivir conducidos bajo el yugo de uno o unos pocos, o que los muchos supuestamente distintos o corporalmente diferentes piensen, sientan y actúen igual. Los toleramos cambiados, cambiantes, es decir, iterables. 

En la preponderancia del número sobre el concepto el resultante se entronizará como deidad indiscutible. La elección sólo sirve en tanto y en cuanto sepamos al final del día la cantidad de votos de unos y otros. Por supuesto la orgía pornográfica de todos los juegos algorítmicos que se hagan a partir de esos números. Diferencia en sectores por género, por edad, por localidades, comparables en el tiempo y espacio, porcentuales, decimales, gráficos que representaran tales resultantes, afiches virtuales, “flyer”,“memes” y toda la parafernalia escandalosa que hemos normalizado y que no son ni más ni menos que la prueba concluyente de nuestra desustancialización de nuestra subjetividad. 

Nos seguirán sindicando como otrora sofistas, embaucadores de la palabra y epítetos que rastrearan en buscadores. Tendrán como aliados firmes, los medios que por excusas varias esta retahíla de palabras no publican ni dan lugar, las academias en donde se apresa el pensar bajo normas APA. Y por supuesto y por sobre todo el “demos”, el pueblo, las masas, esas mayorías circunstanciales y falaces, construidas a fuerza de hambre, condicionamiento y marginalidad. 

Pobres obligados o condicionados a votar, robados también en su dignidad, vejados en su esperanza, sodomizados en la ruindad de lo mínimo de subjetividad que les queda y que será canjeada en la elección como un número al que votaron para legitimar, legalizar y perpetrar la estructura de ficción en la que se asienta la democracia como gobierno del pueblo. 

Esos pobladores cada cierto tiempo, cuando se evidencian las “supuestas crisis democráticas” necesitan de “mentiras nuevas”, para cumplir la máxima lampedusiana de que “todo cambie para que siga igual”.

Nunca deja de ser por esta razón un elemento más el contar con el apoyo de intelectuales o con quienes trabajan con las ideas. 

La diferencia en la mismidad es el discurso, el brillo del choque de dos espadas es el conocimiento que brota de quienes con mayor astucia se ganan el prestigio de saberse hacerse acompañar mayoritariamente mediante el número, o lo que sería mejor, por intermedio de los conceptos y de las razones, para disponer prioridades y determinaciones en y sobre lo común. Ésta es la verdadera elección que hacen los políticos y quiénes se postulan para ello. El resto, lo electoral, es lo mismo, siempre y calcado, hasta los resultados, que como nunca son lo de menos.