“Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Con tal frase en latín concluye la novela de U. Eco, “En el nombre de la rosa”. La traducción se correspondería con; de la rosa sólo nos queda el nombre. Bien podría maridarse la definición con el primer párrafo del poema de Borges “El golem”: si (como afirma el griego en el Cratilo) el nombre es arquetipo de la cosa en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo. La tercera en discordia la debemos a Alejandra Pizarnik: “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. La rosa como símbolo de lo que somos, es la muestra palpable de nuestra condición efímera, del imposible de modificar su condición de tal, y de la obstinación de seguir intentándolo. En nuestra razón gregaria, pretensión colectiva de escapar de nuestra temeridad individual y ambición de anular al otro para destacar, nos guarecemos en el sistema social y político, del que nos organizamos, para finalmente solo detentarlo en su nombre, fantasmagórico y sintomático. De la democracia sólo nos queda el nombre, dado que estamos prescindiendo incluso de su condición necesaria y suficiente, que estampa la seguridad legal y legítima de lo electoral.
Si bien nunca nos propusieron que elijamos, sino que simplemente optemos, lo cierto es que cada vez es más palmaria y asequible la sensación de que el montaje escénico de la instancia en los tiempos de elecciones, son edificaciones, que se construyen cada vez con menor voluntad e intención de que nos creamos tal ilusión. El famoso contrato, anterior al social, lo hacemos individualmente desde hace tiempo, para creer por ejemplo en el teatro o en las representaciones. Condición sine qua non, además de la voluntad propia para creer, es por parte de los otros que montan la representación de que sean creíbles, de que en el escenario pongan lo mejor de sí para hacernos creíble la historia que están representando. Ayudará para ello los elementos que utilicen, desde la ambientación hasta las vestimentas, un conjunto armónico para que el contrato celebrado se cumpla de plena conformidad para todas las partes.
Tal como las uvas de Caravaggio, la rosa inmortalizada en un tapiz, en una foto, institucionalizada como símbolo en una bandera, no puede tener en el mismo momento, el mismo y único aroma como textura, para todos y cada uno de los que deseemos tomar contacto con ella y experimentarla. Hagamos lo que hagamos con nuestros sentidos, la rosa seguirá allí, por más que reventemos, entendiendo esta actitud como la más desafiante y disruptiva, por ende más humana y menos autómata, tal como nos señalara la poeta inmortalizada en su condición.
Toda la democracia se reúne en su simple declamación, el acto mismo en el que certificamos la vinculación del nombre con la cosa es la instancia electoral. Debemos por tanto, ser celosos custodios de la misma, no como resultante, sino en el proceso o procedimiento completo. No debemos cejar en que lo electoral sea solamente el triunfo de unos sobre otros y el conteo aritmético de números, inexpresivos y fríos, en relación a otros. En el nombre de la democracia debemos entender que es mucho más que el fenómeno efímero de la elección, cuando el soberano mandado es, singular y supuestamente, mandante, lo múltiple en uno, que armónicamente unge a sus gobernantes y representantes, cada tanto.
Comprender que sólo nos queda el nombre de lo democrático, no puede ser óbice para que estas palabras sean caracterizadas bajo la emotividad que transmiten algo negativo o un pliegue pesimista, o que exigen concentración o atención hasta el hartazgo.
Haber discernido que lo basal, esencial y subyacente de la democracia es el nombre, la palabra o el concepto, dado que es el último como el primer lazo que nos une y vincula, en el tejido social de los representantes y representados, gobernantes y gobernados, debe darnos el ánimo para que la acción, el hecho y lo dinámico, nos lleve lo menos posible a hacer de estos lo prioritario.
No habrá ningún resultado válido, sino se contraponen, antes, ideas, proyectos y propuestas que se traduzcan luego en esos números y resultantes, que serán necesariamente la representación del sujeto hablante, su traducibilidad en el número concreto y sonante.
La rosa percibida, palpada, escrutada en su aroma y textura, en el momento dado, para que una vez transcurrida, pueda ser recordada, imaginada y simbolizada y con ello el circuito de nuestra experiencia de lo humano en nuestro contexto encontrado o elaborado.
Sin las espinas, la flor más simbolizada no sería tal, tampoco en su real. Imaginemos una democracia sin palabras, como su acabose y final.
Cuidemos y fomentemos su uso, su circulación, su fomento y tensión, de la democracia sólo nos queda el nombre, y no es poco, ni casi nada, al contrario, si comprendemos y ponemos en valor, tenemos frente nuestro lo más específico y sustancial, contamos con la palabra y el concepto, no lo dejemos de lado, ni creamos en su efecto secundario, en el resultante de un número de una determinada elección, la democracia es poder pensar y exclamar que aún hay mucho más por decir, hablar y consensuar, los números apenas un sucedáneo.